«Era el 8 de septiembre de 1944, a las 3 de la tarde, en pleno combate con las bandas de Tito. Desplazándome solitario para organizar las acciones de los míos, en una dolina me encontré con dos portaheridos alemanes en cuya camilla estaba tendido, herido de muerte por una bomba de mortero, un SS Granadier de 16 años. Al verme venir de la línea del fuego me dijo, con un susurro de voz, noticias de la acción. Le dije que era un hueso más duro de lo previsto, pero antes del amanecer lo habremos conseguido. Él me agarro la mano, mirándome fijamente a los ojos y me dijo en su lengua “Venceremos, señor teniente, ¿Verdad? Porque la razón es nuestra” “¡Lo juro! – le respondí- que no nos rendiremos nunca, ¡Hasta que hayamos vencido!”. Y el muchacho, en el hilo de vida que se le estaba escapando, encontró la fuerza para elevar el puño cerrado, regado de sangre, y de gritar al cielo: “¡Rendirse! ¡Nunca!”. Este, es el pequeño adverbio que yo os encomiendo a vosotros, jóvenes camaradas.»
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