10 de febrero de 2009

Honor y Gloria

«Parece que el cielo se va a desplomar encima de ti, que se acaba el mundo, que nadie va a quedar vivo. Faltaban pocos minutos para las siete de la mañana del 10 de febrero de 1943 y había comenzado el miércoles negro en Krasny Bor. La artillería rusa inició el castigo sin piedad. Los españoles que estábamos en primera línea corrimos a los búnkeres a cobijarnos de los fogonazos de más de 800 cañones que hacían agujeros tan grandes como plazas de toros. La tierra temblaba y el humo hacía difícil la visibilidad .Estábamos escondidos como ratas en el búnker, a 2,5 metros de profundidad. Todo era ruido, fuego, gritos, lodo, nieve y sangre. El termómetro no subía de los 25º bajo cero. Pese al frío, se sudaba, pero no se comía, ni se bebía, ni se fumaba, ni se daban los buenos días.

Muchos oficiales, en labores de vigilancia, fueron alcanzados con los primeros bombazos, dejando sin mando a la tropa. Fue ésta una de las claves de la batalla. Se decía que nunca caía un obús o un mortero donde ya había caído otro. Mentira. Caían por cientos, unos encima de otros, y al explotar esparcían metal caliente en todas direcciones. Cada una de las 800 bocas vomitaba fuego cada 10 segundos, el tiempo necesario para cargar y disparar. Enseguida se sumaron los famosos organillos de Stalin, camiones con plataformas de artillería que disparaban consecutivamente, provocando un ruido atroz, como si fuesen órganos. Tanto poderío militar para el sector tan reducido por el que se peleaba era una barbaridad.

La División Azul estaba desplegada en el norte del pueblo de Krasny Bor, en un frente de 20 kilómetros de largo al sur del sitiado Leningrado. Desde 1941 los alemanes habían cercado la ciudad y, en su intento definitivo por acabar con el sitio, los soviéticos habían elegido Krasny Bor. Estábamos, pues, en el eje de su ataque. Mi unidad, unos 5.000 hombres -aproximadamente un tercio de los efectivos españoles- se encontraba allí.

Yo estaba incorporado como sargento a la Quinta Compañía del II Batallón del Regimiento 262, a las órdenes del capitán Teodoro Palacios, quien me destinó a la segunda sección, al mando del alférez Céspedes. A mi cargo tenía un pelotón reducido de 35 hombres. Venía de un larga experiencia en combate en primera línea adquirida en los frentes de Aragón, Madrid y Cataluña durante la Guerra Civil desde agosto de 1936, cuando tenía 17 años. Me enrolé en la División Azul en verano de 1942, en Logroño.

Cuando empezaron las hostilidades aquella mañana del 10 de febrero, en realidad hacía ya días que sabíamos que algo gordo se cocía en las filas rusas. En las trincheras, Radio Macuto informa con mucha antelación. Un ucraniano que se pasó al bando español en la noche del 9 de febrero fue la señal inequívoca de que el ataque era inminente: llevaba ropa interior nueva, una costumbre local antes de la batalla para morir limpios y puros si caían abatidos en combate. Entendimos rápidamente que en pocas horas empezaría el baile. Había tensión, pero no miedo.

El fuego de artillería duró más de dos horas, en las que se produjo la mitad de las bajas del día. Al cesar la artillería, comenzaron las pasadas de la aviación enemiga, que hostigaron especialmente a nuestra Quinta Compañía; sólo en el pelotón bajo mi mando hubo una decena de bajas, entre muertos y heridos, en las tres primeras horas. Otras compañías fueron literalmente trituradas.

Pese a que el avance terrestre del Ejército Rojo se produjo por cuatro líneas de penetración con una división en cada una -44.000 hombres en total-, se toparon con serias dificultades. El calor de la artillería había dejado el acceso a nuestras nevadas posiciones como un completo barrizal por donde los carros de combate KV-1 y T-34 quedaban atascados y los esquiadores, empantanados.

Pero más importante fue que no esperaban nuestra respuesta. Creían que tras el bombardeo estaríamos todos muertos. Y lo que hicimos fue salir a nuestros puestos, emplazar las máquinas y recibirlos a fuego limpio. Las órdenes del capitán Palacios eran claras: "¡Resistir y resistir!".

Aunque la infantería rusa llegaba por oleadas, lo hacía muy desordenada y pudimos repeler los primeros ataques. Había que resistir hasta morir. Pero iban acumulándose las bajas; entre ellas la del alférez Céspedes. Si había heridos, se les evacuaba. Si había cadáveres, se apartaban para no pisarlos y se seguía disparando. El espectáculo era dantesco. Para coger una pistola y pegarse un tiro.

A media mañana, los rusos habían perforado el frente por tres sitios, pero los capitanes Campos, Oroquieta, Aramburu y Palacios resistían a duras penas con seis compañías muy debilitadas. La Luftwaffe no hacía acto de presencia; y la División SS Volkspolizei, situada en la media distancia, no podía auxiliar, pues debía aguantar para hacer frente a una previsible embestida rusa.

A mediodía estábamos prácticamente cercados por el flanco izquierdo. Mi sección, sin oficial al mando, era ya un islote con unos pocos supervivientes. Sólo pude atrincherarme y abrir fuego de costado. Primero con un único tubo de mortero que defendía Joaquín, un cabo de Ponferrada. Cubría su ojo izquierdo con una mano porque le habían pegado un tiro en la cara.

Nos retiramos por la trinchera de evacuación y regresé con dos soldados más para recuperar parte de la munición y alimentos del búnker y destruir el resto. Tiramos bombas de mano como locos. Al retirarnos al enclave donde resistía Palacios, éste me dijo: "¡Salamanca, desde este momento eres Medalla Militar!". Acto seguido acudí al sector del puesto de mando. Sólo quedaba operativo un fusil ametrallador, pero causó estragos.

Llegaban columnas con medio centenar de hombres que eran abatidos sistemáticamente. Disparábamos ferozmente, sin parar, esperando a que el enemigo se encontrase a menos de 100 metros, disparábamos al bulto. Pero hasta un ciego habría hecho blanco.

Toda la potencia de fuego de la máquina, 1.300 disparos por minuto, provocó una carnicería en las filas enemigas y nos mantuvo con vida. No es que nuestro cañón estuviese caliente, es que estaba al rojo vivo. En la refriega, tres veces cayó el soldado que la servía. Cuando un cuarto soldado me dijo con la mirada: «Sargento, ¿quiere usted que me maten?», decidí empuñar personalmente la ametralladora. Al cabo, los rusos acertaron con una granada de 120 que cayó ante el cañón. Salí despedido cuatro metros, perdiendo el conocimiento momentáneamente, la cara llena de sangre y metralla y una ceguera casi total por el alumbramiento del fogonazo. Fui evacuado al búnker. Luego supe que tenía también una herida de bala en la rodilla.

Sin munición, con la mayoría de los supervivientes heridos y los indemnes, agotados, el final estaba próximo. A las tres de la tarde, un soldado entró al búnker: "De parte del capitán, que salgáis todos; estamos hechos prisioneros". Los 25 heridos salimos y encontramos a otros 18 hombres con las manos en alto con el capitán Palacios al frente. Nos mandaron formar e hicieron un simulacro de fusilamiento pero sólo se tiraron como fieras sobre nuestros relojes y todo lo que llevábamos.

El trayecto hasta Kolpino, en fila de a tres, fue entre una alfombra de cadáveres. No nos trataron mal gracias a un jefe de escolta mongol que no debió de haber otro mejor en toda la Unión Soviética. Los 30 detenidos de Oroquieta, con los que enlazamos, recibieron toda suerte de golpes. Al llegar a Kolpino, un enloquecido grupo de mujeres rusas trató de atacarnos, pero el mongol las rechazó a culatazos.

Enseguida empezaron los interrogatorios, con las traducciones de un español enrolado en el Ejército soviético. Todo el afán del coronel ruso era saber qué armamento usábamos, hablándonos incluso de un arma secreta de Hitler. «Dice el coronel que habéis causado más de 14.000 bajas, y eso es imposible con ametralladoras y fusiles mauser corrientes», nos informó el republicano español.

Luego vino un cautiverio en campos de concentración que se alargó hasta 1954. Las estadísticas hablan de 2.252 bajas españolas (1.125 muertos, 91 desaparecidos y 1.036 heridos) en un solo día. Otras 1.000 se sumaron en los días posteriores. Aunque los españoles retrocedimos ese día tres kilómetros, los rusos no avanzaron más. Tras intensos combates, el mando soviético ordenó a sus fuerzas pasar a la defensiva. El frente quedó estabilizado durante un año.

La batalla de Krasny Bor, con una encomiable resistencia de nuestra División -el 10 de febrero se consiguieron tres de las ocho laureadas de la División Azul en la URSS- enterró una gran ofensiva posterior para romper el cerco de Leningrado. Los divisionarios que luchamos allí y estuvimos cautivos hasta 1954 no supimos qué ocurrió hasta el regreso a España, pero teníamos la creencia de que la ofensiva no había llegado más al sur que Krasny Bor.»

Angel Salamanca

3 comentarios:

Anónimo dijo...

eso son cojones españoles

Metioko dijo...

como siempre, un gran trabajo.
ARRIBA ESPAÑA y HONOR POR SIEMPRE A LOS CAIDOS

Anónimo dijo...

Se erizan los pelos al leer sobre la gesta de nuestros divionarios en su lucha contra el cáncer comunista. Honor a los caídos.

Ojalá no vuelva a producirse una guerra civil entre europeos pues lo único que puede brindarnos es muerte, dolor y destrucción.