Ninguno de los problemas que estamos tratando aquí hoy ha surgido del suelo, como la hierba- Todos tienen causas muy concretas. O, para ser más exactos, son los síntomas de una patología política muy concreta: la llamada construcción nacional, que consiste en una enorme campaña de ingeniería social dirigida a dos objetivos. El primero, desconectar a gallegos, vascos y catalanes de los demás españoles. Y el segundo, desconectar a los mismos gallegos, vascos y catalanes de hoy de todas las anteriores generaciones.
Y para ello, siguiendo las enseñanzas de Orwell cuando advirtió de que “quien controla el pasado controla el futuro”, las dos herramientas fundamentales son la sustitución de la historia de verdad por una historia de ciencia ficción, junto con la conversión de la lengua en un medio de incomunicación.
Y hay un campo en el que estos dos caminos, el de la historia y el de la lengua, se cruzan de modo especial: la toponimia. Porque también con ella se lleva treinta años marcando las diferencias y los límites.
Con el rebautizo de los nombres de lugar nuestros separatistas patrios creen que se puede cambiar la esencia nacional de las personas.
Mediante la eliminación del topónimo en lengua española, la alteración del existente según reglas creadas para cada caso o la simple invención de nuevos términos nunca hasta entonces imaginados, nuestros voluntariosos separatistas, empeñados en la acción nacionalizadora sobre territorios y habitantes mediante las mágicas potencias del nombre, avanzan todos los días, sin obstáculo digno de mención ni a izquierda ni a derecha, en su delirante plan.
Ejemplos los hay a miles, y muchos son tan conocidos como la eliminación, no sólo para las regiones afectadas, sino para toda España, de palabras como Lérida, Gerona, La Coruña, Orense o Fuenterrabía, que en todas las cadenas de televisión de ámbito nacional, en las que, evidentemente, se habla la lengua de Cervantes, son siempre mencionadas como Lleida, Girona, A Coruña, Ourense y Hondarribia. Sin embargo, este criterio no se extiende a Alemania, Francia, Londres, Burdeos, Colonia o Amberes, que, para ser coherentes, debieran ser llamadas en el telediario Deutschland, France, London, Bordeaux, Köln y Antwerpen. Evidentemente, en TV3 la capital de Aragón es Saragossa.
La hipocresía de los alquimistas del topónimo no tiene límites: el artículo 10 de la Ley Básica de normalización del uso del euskera, norma de 1982, se estableció que “la nomenclatura oficial de los territorios, municipios, entidades de población, accidentes geográficos, vías urbanas y, en general, los topónimos de la Comunidad Autónoma Vasca, será establecida respetando en todo caso la originalidad euskaldún, romance o castellana con la grafía académica propia de cada lengua”, lo que ha venido siendo incumplido sistemáticamente desde hace un cuarto de siglo sin que ningún partido político haya protestado.
Para conseguir la unidad de destino en lo euskaldún se ha hecho de todo. Por ejemplo eliminar de un plumazo la citada Fuenterrabía, topónimo impuesto por el franquismo allá por el año 1203, momento en el que la fundó Alfonso VIII de Castilla con ese nombre.
También están las traducciones para imponer un nombre eusquérico a lugares que desde siempre sólo lo tuvieron romance. Por ejemplo, la comarca vizcaína de las Encartaciones, el tercio oriental de Vizcaya, lindero con las vecinas Burgos y Cantabria, donde jamás se habló vascuence y donde, evidentemente, no hay un solo topónimo en vascuence. Pues bien, ahora le ha surgido un absurdo Enkarterri que es una pura invención, así como un Valle de Carranza al que le ha crecido una k y una tx, y una cuevas de Pozalagua rebautizadas Pozalaguako kobak.
Curiosamente, en el sentido contrario no sucede. A nadie, ni en tiempos de Recaredo ni en los de Felipe II ni en los de Franco, se le ocurrió jamás adjudicar un topónimo castellano postizo. A nadie se la ha ocurrido jamás rebautizar al Goyerri como “Tierras altas”, ni a Azcoitia “Sobrelapeña”, ni a Azpeitia “Bajolapeña”, ni a Lizarza “Fresneda”, ni a Urrechu “Avellaneda”. Pero a Salinas de Añana ahora se le llama Gesaltza, a Villanueva Uribarri, a Ribera Alta Erribera Goitia y a San Román de San Millán Durruma Donemiliaga para pasmo de sus vecinos, incapaces de encontrar sus pueblos cuando han de buscarlos en la guía telefónica.
También está el cambio de ortografía, que ha llenado el País Vasco de bes por uves, de kas por ces y de tx por ches hasta el delirio.
Ahora Santurce se llama Santurtzi, es de suponer que porque los nacionalistas creen haber recuperado con ello algún antiquísimo topónimo eusquérico. Pero el problema es que Santurce es un nombre latinísimo, derivado del santo patrón del lugar, San Jorge, como el San Jurjo orensano, el Santiurde montañés o el Santurde riojano.
Y para ello, siguiendo las enseñanzas de Orwell cuando advirtió de que “quien controla el pasado controla el futuro”, las dos herramientas fundamentales son la sustitución de la historia de verdad por una historia de ciencia ficción, junto con la conversión de la lengua en un medio de incomunicación.
Y hay un campo en el que estos dos caminos, el de la historia y el de la lengua, se cruzan de modo especial: la toponimia. Porque también con ella se lleva treinta años marcando las diferencias y los límites.
Con el rebautizo de los nombres de lugar nuestros separatistas patrios creen que se puede cambiar la esencia nacional de las personas.
Mediante la eliminación del topónimo en lengua española, la alteración del existente según reglas creadas para cada caso o la simple invención de nuevos términos nunca hasta entonces imaginados, nuestros voluntariosos separatistas, empeñados en la acción nacionalizadora sobre territorios y habitantes mediante las mágicas potencias del nombre, avanzan todos los días, sin obstáculo digno de mención ni a izquierda ni a derecha, en su delirante plan.
Ejemplos los hay a miles, y muchos son tan conocidos como la eliminación, no sólo para las regiones afectadas, sino para toda España, de palabras como Lérida, Gerona, La Coruña, Orense o Fuenterrabía, que en todas las cadenas de televisión de ámbito nacional, en las que, evidentemente, se habla la lengua de Cervantes, son siempre mencionadas como Lleida, Girona, A Coruña, Ourense y Hondarribia. Sin embargo, este criterio no se extiende a Alemania, Francia, Londres, Burdeos, Colonia o Amberes, que, para ser coherentes, debieran ser llamadas en el telediario Deutschland, France, London, Bordeaux, Köln y Antwerpen. Evidentemente, en TV3 la capital de Aragón es Saragossa.
La hipocresía de los alquimistas del topónimo no tiene límites: el artículo 10 de la Ley Básica de normalización del uso del euskera, norma de 1982, se estableció que “la nomenclatura oficial de los territorios, municipios, entidades de población, accidentes geográficos, vías urbanas y, en general, los topónimos de la Comunidad Autónoma Vasca, será establecida respetando en todo caso la originalidad euskaldún, romance o castellana con la grafía académica propia de cada lengua”, lo que ha venido siendo incumplido sistemáticamente desde hace un cuarto de siglo sin que ningún partido político haya protestado.
Para conseguir la unidad de destino en lo euskaldún se ha hecho de todo. Por ejemplo eliminar de un plumazo la citada Fuenterrabía, topónimo impuesto por el franquismo allá por el año 1203, momento en el que la fundó Alfonso VIII de Castilla con ese nombre.
También están las traducciones para imponer un nombre eusquérico a lugares que desde siempre sólo lo tuvieron romance. Por ejemplo, la comarca vizcaína de las Encartaciones, el tercio oriental de Vizcaya, lindero con las vecinas Burgos y Cantabria, donde jamás se habló vascuence y donde, evidentemente, no hay un solo topónimo en vascuence. Pues bien, ahora le ha surgido un absurdo Enkarterri que es una pura invención, así como un Valle de Carranza al que le ha crecido una k y una tx, y una cuevas de Pozalagua rebautizadas Pozalaguako kobak.
Curiosamente, en el sentido contrario no sucede. A nadie, ni en tiempos de Recaredo ni en los de Felipe II ni en los de Franco, se le ocurrió jamás adjudicar un topónimo castellano postizo. A nadie se la ha ocurrido jamás rebautizar al Goyerri como “Tierras altas”, ni a Azcoitia “Sobrelapeña”, ni a Azpeitia “Bajolapeña”, ni a Lizarza “Fresneda”, ni a Urrechu “Avellaneda”. Pero a Salinas de Añana ahora se le llama Gesaltza, a Villanueva Uribarri, a Ribera Alta Erribera Goitia y a San Román de San Millán Durruma Donemiliaga para pasmo de sus vecinos, incapaces de encontrar sus pueblos cuando han de buscarlos en la guía telefónica.
También está el cambio de ortografía, que ha llenado el País Vasco de bes por uves, de kas por ces y de tx por ches hasta el delirio.
Ahora Santurce se llama Santurtzi, es de suponer que porque los nacionalistas creen haber recuperado con ello algún antiquísimo topónimo eusquérico. Pero el problema es que Santurce es un nombre latinísimo, derivado del santo patrón del lugar, San Jorge, como el San Jurjo orensano, el Santiurde montañés o el Santurde riojano.
“Desde Santurtzi a Bilbo vengo por toda la orilla”
Por cierto, todo esto obligará a cambiar hasta las letras de las canciones que los vascos han cantado durante siglos, porque es de suponer que ahora lo correcto será “desde Santurtzi a Bilbo vengo por toda la orilla”…
Y ya que hemos llegado a la muy abertzale capital del Nervión, rebautizada por el PNV con tan tolkieniano nombre de “Bilbo”, quizá conviniese recordar que se llama Bilbao desde su misma fundación en el año 1300 por Don Diego López de Haro, mediante, por cierto —sarcasmos de la historia…— acta fundacional emitida en Valladolid otorgando a los bilbaínos el Fuero de Logroño.
Uno de los casos más interesantes es el de Pedernales, localidad vizcaína en la que reposa el cuerpo incorrupto de Sabino Arana. Pues bien, tan castellano nombre no podía ser aceptado, sobre todo para tan simbólico lugar, así que se dedujo que ya que un pedernal es una piedra (harri) con la que se hace fuego (su), el nombre vascamente puro de la localidad habría de incorporar esos dos elementos. Y de este modo Pedernales fue eliminado y quedó en Sukarrieta, lo que provocaría el asombro hasta del propio Sabino si levantara la cabeza.
Curiosamente, este afán por recuperar hasta cosas que nunca existieron no se da para el nombre más importante, el de toda la región, perdón, nación: Euskadi, disparate lingüístico de primer orden que ha sustituido a los viejos nombres con los que castellanohablantes y vascohablantes han llamado a su tierra desde hace muchos siglos: Euskalerría, Vasconia y Provincias Vascongadas.
Es muy significativo que este fenómeno no se da en otras partes, sobre todo en la imperialista y opresora Castilla, donde a nadie jamás se le ha ocurrido eliminar la Urria o la Artieta burgalesas, el Valdezcaray riojano, el Bascuñana conquense, o el Garray soriano en nombre de una identidad castellana a recuperar. Pero en la liberada Euskadi sabiniana, no sólo se persigue a las personas. También a las palabras.
Los mismos problemas de psiquiátrico se dan en Galicia, donde el peso de la responsabilidad por la eliminación de los topónimos castellanos, que han convivido con los gallegos desde siempre (Fisterra-Finisterre, Puentedeume-Pontedeume, Orense-Ourense, La Coruña-Coruña —sin la A—), recae no sobre los separatistas, sino sobre los gobiernos del PP antes y del PSOE ahora.
Pero no me extenderé en ello, pues, para continuar con la canción, termino “deprisa y corriendo porque me aprieta el corsé”.
Pero no quiero terminar sin señalar un detalle: los vascos, catalanes y gallegos tienen que darse cuenta de que mediante estas absurdas políticas no se está haciendo ningún favor ni a sus lenguas, ni a sus culturas, ni a sus identidades históricas. Todo lo contrario. En primer lugar, porque la imposición lingüística y las obsesiones palabreras sólo puede conducir, y lo estamos viendo ya, a la fobia hacia esas lenguas por parte de muchos ciudadanos. En segundo lugar, porque muy difícilmente se puede defender y potenciar lenguas, historias y personalidades colectivas falsificándolas, adulterándolas y eliminándolas sistemáticamente.
Nunca, en toda la historia, se ha perpetrado un ataque más devastador contra la lengua, la historia y la cultura de esas regiones. Los supuestos defensores de las esencias vascas, catalanas y gallegas han demostrado ser sus principales enemigos, pues lo único que han conseguido son ridículas parodias de aquello que pretenden defender.
Pero ha de tenerse en cuenta que todo esto no tiene nada que ver con la lengua, sino con la política. La persecución a la lengua no es más que un instrumento. Todo esto no surge del odio a la lengua española, sino del odio a España.
Y ya que hemos llegado a la muy abertzale capital del Nervión, rebautizada por el PNV con tan tolkieniano nombre de “Bilbo”, quizá conviniese recordar que se llama Bilbao desde su misma fundación en el año 1300 por Don Diego López de Haro, mediante, por cierto —sarcasmos de la historia…— acta fundacional emitida en Valladolid otorgando a los bilbaínos el Fuero de Logroño.
Uno de los casos más interesantes es el de Pedernales, localidad vizcaína en la que reposa el cuerpo incorrupto de Sabino Arana. Pues bien, tan castellano nombre no podía ser aceptado, sobre todo para tan simbólico lugar, así que se dedujo que ya que un pedernal es una piedra (harri) con la que se hace fuego (su), el nombre vascamente puro de la localidad habría de incorporar esos dos elementos. Y de este modo Pedernales fue eliminado y quedó en Sukarrieta, lo que provocaría el asombro hasta del propio Sabino si levantara la cabeza.
Curiosamente, este afán por recuperar hasta cosas que nunca existieron no se da para el nombre más importante, el de toda la región, perdón, nación: Euskadi, disparate lingüístico de primer orden que ha sustituido a los viejos nombres con los que castellanohablantes y vascohablantes han llamado a su tierra desde hace muchos siglos: Euskalerría, Vasconia y Provincias Vascongadas.
Es muy significativo que este fenómeno no se da en otras partes, sobre todo en la imperialista y opresora Castilla, donde a nadie jamás se le ha ocurrido eliminar la Urria o la Artieta burgalesas, el Valdezcaray riojano, el Bascuñana conquense, o el Garray soriano en nombre de una identidad castellana a recuperar. Pero en la liberada Euskadi sabiniana, no sólo se persigue a las personas. También a las palabras.
Los mismos problemas de psiquiátrico se dan en Galicia, donde el peso de la responsabilidad por la eliminación de los topónimos castellanos, que han convivido con los gallegos desde siempre (Fisterra-Finisterre, Puentedeume-Pontedeume, Orense-Ourense, La Coruña-Coruña —sin la A—), recae no sobre los separatistas, sino sobre los gobiernos del PP antes y del PSOE ahora.
Pero no me extenderé en ello, pues, para continuar con la canción, termino “deprisa y corriendo porque me aprieta el corsé”.
Pero no quiero terminar sin señalar un detalle: los vascos, catalanes y gallegos tienen que darse cuenta de que mediante estas absurdas políticas no se está haciendo ningún favor ni a sus lenguas, ni a sus culturas, ni a sus identidades históricas. Todo lo contrario. En primer lugar, porque la imposición lingüística y las obsesiones palabreras sólo puede conducir, y lo estamos viendo ya, a la fobia hacia esas lenguas por parte de muchos ciudadanos. En segundo lugar, porque muy difícilmente se puede defender y potenciar lenguas, historias y personalidades colectivas falsificándolas, adulterándolas y eliminándolas sistemáticamente.
Nunca, en toda la historia, se ha perpetrado un ataque más devastador contra la lengua, la historia y la cultura de esas regiones. Los supuestos defensores de las esencias vascas, catalanas y gallegas han demostrado ser sus principales enemigos, pues lo único que han conseguido son ridículas parodias de aquello que pretenden defender.
Pero ha de tenerse en cuenta que todo esto no tiene nada que ver con la lengua, sino con la política. La persecución a la lengua no es más que un instrumento. Todo esto no surge del odio a la lengua española, sino del odio a España.
Jesús Laínz
*Conferencia pronunciada en octubre de 2008 para la fundación DENAES reproducida en la red por El Manifiesto
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